Durante la primera etapa de la cuarentena, en los inicios del confinamiento por el COVID 19, algunos medios de comunicación replicaron noticias relacionadas con la aparición de animales silvestres en distintas ciudades del planeta.
Aquellos primeros reportes daban cuenta, por ejemplo, de la transparencia del agua y la posterior aparición de delfines y cisnes en Venecia. Esta y otras noticias resultaron previsiblemente falsas ya que no estaban vinculadas al confinamiento social humano sino que se referían a simples cuestiones: al no haber tráfico de góndolas que revolvieran las aguas del fondo de los canales con sus remos, se tornaron más transparentes; no hubo tal aparición de delfines venecianos.
Otras noticias fueron tergiversadas, como el caso de la aparición de manadas de monos en ciudades del sudeste asiático: una situación obvia que se explica a partir de la ausencia de los turistas que alimentaban a estos primates. Lo mismo sucedía con la masiva presencia de palomas en las plazas de todo el mundo.
Por todo esto, el “fenómeno” de la invasión de fauna en las ciudades durante la pandemia no fue tal, sino que resultó una muestra del verdadero trasfondo de lo que vivimos en estos meses ya que la aparición de animales en las urbes, desgraciadamente, no es algo novedoso ni achacable al COVID 19. Lamentablemente, esta situación antecedía a cualquier pandemia y estaba presente desde que la sociedad global se mostraba con sus urbes al máximo de actividades.
La aparición de animales silvestres fuera de sus ecosistemas naturales son atribuibles, simplemente, a las acciones antrópicas: la preocupante situación del calentamiento global a nivel planetario o la pérdida -a pasos agigantados- de hábitats como consecuencia del desmonte por las quemas en el Amazonas, Australia y sudeste asiático; en zonas selváticas de Centroamérica y también en África.
Relacionado con esto, en los últimos 20 años en Argentina hemos perdido 8 millones de hectáreas de bosques nativos; entonces la deforestación, el avance de la producción agropecuaria y el enorme corrimiento de la frontera inmobiliaria se han transformado en presiones que ejercemos sobre los ecosistemas, lo que determina que los animales silvestres necesiten huir en busca de nuevos refugios y alimentos. Es por eso que empieza a crecer la presencia de fauna silvestre en las ciudades. Están huyendo de sus antiguos hábitats que han sido arrasados.
El problema, entonces, es cómo los seres humanos estamos manejando los lugares en los que habita la fauna, antes y más allá de un contexto de pandemia; ecosistemas de los cuales nosotros también somos parte.
No hay un ecosistema para insectos, otro para mamíferos, otro para árboles o plantas; podría decirse que el ecosistema es uno solo: nuestro planeta, en el que todo está interrelacionado y cuando sucede algún desequilibrio natural en cualquier rincón del mundo todos sufrimos las consecuencias. Esto es lo que nos viene pasando desde hace tiempo: también pasó con el SIDA o con el Ébola.
Cuando interactuamos íntimamente con la fauna local los virus saltan de una especie a otra hasta que llegan a nosotros, de manera que los seres humanos terminamos siendo hospedadores desprovistos de defensas y así comienzan a causar estragos.
No debemos ignorar que esto viene ocurriendo en el continente africano desde hace tiempo, sin conseguir la repercusión del COVID 19, enfermedad que llegó al centro de los países desarrollados.
Hoy, no podemos perder de vista que la protección de los hábitats naturales es imprescindible para todos.
Nos salvará –como especie- comenzar a tener ecosistemas sanos habitados por las 8 millones de especies que habitamos la Tierra y tener muy en claro que los humanos somos apenas un pequeño eslabón de una gran cadena, por lo que debemos empezar a darnos cuenta que no somos dueños ni estamos becados en este planeta para ejercer semejante presión sobre la naturaleza, de la mano del sistema económico actual.
El COVID 19 fue el primer ejemplo global de lo que puede sucedernos si no cambiamos el rumbo, decididamente.